jueves, 6 de octubre de 2016

Verano de 1816 y Artes

(Continuación) Trato de decirles que, desde el punto de vista físico, la espesa nube de residuos volcánicos estratosférico que llegó a cubrir el planeta provocó, además de la ya citada disminución de la luminosidad, un importante descenso térmico global de varios grados Celsius en el hemisferio norte.

De modo que el aire, la tierra y después los océanos del planeta, bajaron de temperatura en picado.

Fue un verano astronómico, inexistente como tal estación meteorológica, que estuvo caracterizado por fenómenos atmosféricos, extraordinariamente, raros.

Por ejemplo en un día normal de temperatura, unos treinta y cinco grados Celsius (35 º C), de pronto y en cuestión de pocas horas, las mismas descendían hasta cero.

Además se sucedieron heladas terribles, llegó a nevar incluso en julio y agosto, y tuvieron lugar numerosas y violentas tormentas acompañadas de lluvia, viento, relámpagos y truenos. De hecho incluso hubo ríos helados en pleno mes de agosto.

Por mediciones posteriores realizadas a los anillos de crecimiento de los robles europeos, sabemos que 1816 fue el segundo año más frío en el hemisferio norte, desde al menos finales del siglo XIII, o sea 1400.

Un frío al que debió contribuir la conocida como “Pequeña Edad de Hielo”.

Un periodo de frío inusual que desde 1550 hasta 1850, el hemisferio norte de la Tierra padeció y que, como es lógico, provocó un descenso de los termómetros.

Fue ese “invierno perpetuo” con su parafernalia de fenómenos meteorológicos, el que arruinó cosechas, creó hambrunas, expandió enfermedades, contagió el temor por el fin del mundo y dio alas a un romanticismo tenebroso.

Tambora, cine y ¿casualidad?
A un particular romanticismo que desde entonces ha marcado la literatura (cómo olvidar al Frankenstein de la Shelley y El Vampiro del doctor Polidori), la pintura, el cine y otras artes que probablemente se me escapen.

A propósito de cine, tengo un nexo cinéfilo fortuito con ese verano de 1816 y la “liga del incesto”.

Sí, es uno sospechosamente parecido al del lunes pasado cuando les escribí sobre la maqueta del ornitóptero de Da Vinci (una fruslería), y se me cruzó televisivamente la película El nombre de la rosa (1986) y con ella el proto-científico Roger Bacón.

Ya, ya. Sé que me contradigo y lo tengo escrito por algún lado.

No sólo la casualidad cualitativamente no existe, al no ser más que una causa ignorada de un efecto desconocido. Sino que además, cuantitativamente estoy advertido por la aseveración “bondiana”: “Una vez es casualidad. Dos, coincidencia. Tres, acción enemiga”.

Sí, pero qué quieren. No puedo hacer otra cosa.

No sólo la película me gusta, aunque ya la había visto al menos un par de veces, la volví a ver. Es que además el agente con licencia para matar es mi héroe cinematográfico preferido. Estaba abocado a ello.

Bueno pues a lo que iba, que me pasó tres cuarto de lo mismo.

Doscientos (200) años después de se escrito el Moderno Prometeo literario, me di de bruces con una versión cinematográfica española suya.

Me explico.

Zapeando una noche a finales de septiembre, en una de las cadenas de televisión, apareció ante mis ojos la película Remando al viento (1988). No sabía de su existencia.




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