lunes, 18 de enero de 2010

Aspirina (I)

En este año que se nos acaba de marchar cumplió sus primeros ciento diez (110) años de vida. Y la verdad es que nadie lo diría, porque goza de una salud espléndida. Es sin lugar a dudas, el fármaco más extendido, conocido y consumido en el mundo.
Está en todas partes. En el botiquín familiar, en el bolso de calle de cualquiera, en el cajón de la mesa del trabajo. En fin. Incluso se la pueden ofrecer en el bar de la esquina, con su vaso de agua, si la necesita. Supongo que no es necesario que le dé más pistas. Sí, se trata de la Aspirina. Un fármaco con una curiosa historia detrás y en la que confluyen tres circunstancias bien diferentes entre sí. Se trata de un paradigmático ejemplo de unión entre: el poder curativo de los productos naturales, la inteligencia humana para reconocerlo y perfeccionarlo, y el amor del hombre por sus semejantes. En este caso el amor filial de un químico alemán por su padre enfermo. Pero como principio quieren las cosas empezaremos por ahí, por el comienzo.
En la Antigüedad
Ya en el tercer milenio antes de Cristo, y como parecen indicar textos escritos en tablillas de barro de la antigua Mesopotamia bíblica, se utilizaba la corteza de sauce (Salix alba) con fines medicinales. El médico griego Hipócrates (400 a.C.), recomendaba mascar la amarga corteza de ese árbol para aliviar el dolor y la fiebre. También los médicos recomendaban a sus pacientes, para mitigar el dolor de cabeza, un preparado de corteza de sauce. Se obtenía moliendo la corteza, de la que se desprendía un polvo que al tomarlos producía ese efecto benéfico. El conocido y ancestral poder curativo de los productos naturales. Sin embargo aquel magnífico remedio tenía dos inconvenientes: irritaba el estómago y causaba, a la larga, una enfermedad muy extendida en el mundo antiguo, las hemorroides. Dos delicados asuntos.
De la salicina al ácido acetilsalicílico
La sustancia causante de tales efectos, deseados y no deseados, se descubrió en 1829, era la salicina, un compuesto químico conocido como salicilato de sodio, y del que con posterioridad se extrajo el ácido salicílico. Con el tiempo la salicina fue una sustancia que se pudo extraer no sólo del sauce. Desde hacía unos años se hacía también de otra planta, de la Spírea ulmaria. Pero no se sabía que era la misma. Por eso, al no ser identificada como tal, al ácido obtenido se le llamó ácido spírico. De spirea. Así que dos nombres para la misma sustancia. Lo que tuvo su trascendencia. Unos años después, en 1854, el químico alsaciano Karl Frederich von Gerhardt sintetizaba el ácido acetilsalicílico (AAS). Un derivado con las mismas propiedades curativas que la salicina, pero sin sus desagradables efectos secundarios. Sin embargo nadie pareció darse cuenta de dichas ventajas. De hecho, a mediados del siglo XIX, este medicamento cayó en el mayor de los olvidos. Sorprendentemente, la misma inteligencia humana que lo había reconocido y perfeccionado, lo olvidaba. Qué sorprendente es el hombre.
El AAS de Hoffman
Y así estuvo hasta que un hecho singular lo sacó de su ostracismo. En agosto de 1897, Félix Hoffman, un químico empleado en los Laboratorios Bayer, logró preparar de nuevo ácido acetilsalicílico. Lo hizo a partir de la Spírea ulmaria, utilizando otro método distinto al de Gerhardt y lo obtuvo con menos impurezas. Su interés por prepararlo se debía a que su padre padecía artritis reumática y no podía tratarse con el conocido derivado del ácido salicílico (el salicilato de sodio). Le producía náuseas e intolerancia estomacal. Por eso Hoffman le dio a su padre una fuerte dosis de su ácido acetilsalicílico. Y fue mano de santo. No sólo le alivió su artritis, sino que no tuvo ninguno de sus desagradables efectos secundarios. (Continuará)

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